METE CRÍTICA: Trainspotting, más que la vida en el abismo
En su columna semanal el crítico de cine Jesús Chavarría habla de la nostálgica Trainspotting y su secuela
Si es buena o mala eso es algo a lo que no me referiré en este momento, eso será en otros espacios, no aquí. Que apela demasiado a la nostalgia dicen muchos, sí, por supuesto, no podría ser de otra manera. Por qué es a eso que obedece –y no más- la existencia de esta secuela. Un idílico y merecido pretexto para mirar y -si es posible- hablarle a quienes éramos –o al menos como alcanzamos a recordar- hace dos décadas, a aquellos jóvenes que al encontrarnos con la obra que precede a Trainspotting 2: La Vida en el Abismo (79%), más allá de amar aún más el cine, nos hicimos conscientes de cosas que ya sentíamos y veíamos, pero que no sabíamos cómo llamar. Porque muy pocas películas han logrado marcar generaciones alrededor del mundo, a pesar de sostenerse con tal fuerza en un contexto tan especifico como el de las decaídas zonas del Edimburgo de la década de los años 90.
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Me resulta imposible dejar de lado aquel momento en que como muchos otros universitarios recién ingresados, aprovechando lo barato de los accesos a los cines del campus, me dejaba sorprender por Danny Boyle y sus delirios estéticos y narrativos ya ensayados en la genial Tumba al Ras de la Tierra (72%) –el antecedente que nos llevaba a este segundo y afortunado encuentro con el realizador-, amen de su contundente manejo de la música al más puro estilo Martin Scorsese, que dio forma a un soundtrack que sonó hasta el cansancio en nuestras fiestas estudiantiles. Así, mientras rompía con la tendencia del drama social que permeaba el cine inglés, y daba un vistazo a la eufórica y deprimente cultura de las drogas, despojándole de todo glamour y frivolidad -pese a que de eso es precisamente que le acusaron en su momento los sectores más conservadores-, nos abrió la puerta para bombardear nuestro cerebro con las trepidantes visiones de otros cineastas como Guy Ritchie – Luck, stock and two smoking barrels - y Jean Kounen –Dobermann-.
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Pocos de nosotros, que pertenecíamos a una generación por momentos triste y enojada, descreída y algo socarrona, catalogada como el resultado de la resaca setentera de la de nuestros padres, habíamos imaginado la forma en que nos marcaría aquel surrealista chapuzón en las recónditas aguas de una asquerosa taza de baño, que con más instinto de supervivencia qué valor –un sentimiento que no nos era ajeno-, hiciera Renton (Ewan McGregor) en la pantalla grande, para luego enfilarse en un intenso recorrido, que le llevaría a contradecir el discurso subversivo con el que nos había enganchado al inicio de la película. Una historia agridulce de deseos disfrazados de desgano, que sonaba a Lou Reed, Underworld e Iggy Pop, con un desenlace que a muchos hoy, seguro les resulta muy familiar. Eso y más es Trainspotting: Sin Límites (89%)–que incluso superó el pésimo agregado del título en español- , ya la secuela es solo un gusto de nostalgia que a estas alturas, Danny y todos nosotros, bien podemos darnos.
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