La Maldición de Thelma | Del cine como fascinante vehículo para los sueños y las pesadillas
El cineasta noruego Joachim Trier utiliza las herramientas que el cine de genero posee, para estructurar una poderosa metáfora sobre el proceso de maduración y crecimiento emocional de una mujer
El tono del relato que Joachim Trier pone delante de los ojos del espectador es establecido desde la primera escena, cuando vemos a un hombre de cacería por nevadas estepas acompañado de una niña pequeña y quien, en un momento dado y cuando esta última no le mira; decide apuntarle a la cabeza dudando si debe asesinarla o no.
Tras este inquietante suceso, se procede a dar un salto en el tiempo, y vemos a la niña ya convertida en una joven, estudiando y viviendo sola, ya que -como se explica oportunamente- se separó de sus padres y abandonó su hogar para ir a estudiar a la ciudad de Oslo. Un día comienza a sufrir una serie de temblores incontrolables y otros trastornos los cuales supone son síntomas de epilepsia. Pero además, estos ataques parecen estar conectados a una serie de hechos inexplicables, extrañas alucinaciones y siniestros recuerdos provenientes de la infancia, que se agolpan en torno suyo y amenazan con mermar su cordura.
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A pesar de estos sucesos -y también un poco a causa de ellos-, Thelma intenta conducir su vida de modo normal, relacionándose con personas de su edad y desarrollando un relación íntima con una de ellas. Desde luego -como es común en jóvenes de su edad- surgen las oportunidades de experimentar con sustancias alucinógenas y explorar su sexualidad, situaciones que la llenan de confusión, culpa y angustia, al haber sido criada y educada en un hogar fervientemente cristiano, dentro de un entorno en apariencia tranquilo pero en el fondo un tanto opresivo y cerrado. Dichas experiencias (sumadas a una nueva serie de eventos cada vez más aterradores) finalmente le hacen estallar y la llevan a develar lo que hay oculto detrás de la conducta represiva y firme de sus padres, descubriendo que le han mentido por años, temerosos de que al averiguar la verdad, despierte -y use en su contra- un imparable poder sobrenatural oculto en ella todo este tiempo.
El cuarto trabajo del noruego Trier (mejor recordado por su ópera prima Reprise - Vivir de nuevo (88%), y muy recientemente, por su película Más Fuerte Que Las Bombas (72%), con un elenco de corte internacional) es un filme de suspenso y horror el cual funciona muy bien a distintos niveles: como relato de género es intenso e hipnótico, basando su efectividad más en la creación de atmósferas opresivas, anómalas y perturbadoras, que en los rutinarios jump scares. Dichos ambientes por momentos rayan en lo onírico o de plano caen en lo delirante, haciendo que la protagonista -y por añadidura, el espectador- comiencen a tener dificultades en discernir lo que es real de lo que no lo es.
Además, el empleo de determinadas circunstancias, entornos y recursos que originan dichas atmósferas o detonan diversos sucesos relevantes dentro de la narración; la hermanan con varias obras del género (clásicas de antaño o recientes), como Carrie: Un Extraño Presentimiento (92%) de Brian De Palma (por el retrato del despertar sexual femenino reprimido por una figura de autoridad contaminada de un recalcitrante fanatismo religioso); La Bruja (91%) de Robert Eggers (donde los miedos y terrores emanados del folklore y las supersticiones mágicas antiguas se ciernen sobre la protagonista permeando simultáneamente la historia); o incluso Déjame Entrar (98%) de Tomas Alfredson (al introducir un horror ancestral enclavado en un entorno contemporáneo) y Anticristo (70%) de Lars von Trier (al establecer analogías y vínculos entre la sexualidad reprimida; la más feroz rebeldía femenina enfrentada a un status quo patriarcal; y las fuerzas de la naturaleza más indómitas y primigenias).
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Es justamente en sus analogías donde reside la fortaleza primordial del filme. Al igual que ocurría con Voraz (90%) de Julia Ducournau (la cual funcionaba como una oscura alegoría del irrefrenable despertar sexual de una adolescente) La Maldición de Thelma (94%) puede verse como la metáfora de una joven con conflictos emocionales y psíquicos quien, tratando de encontrar su verdadero yo; se ve obligada a enfrentar sus prejuicios, sus miedos, la represión ejercida sobre su femineidad y sus deseos carnales y el aún subyacente yugo paternal, en pos de superarlos, aceptarse, crecer emocionalmente y autorrealizarse.
Esta lectura es subrayada por ciertos simbolismos alusivos al psicoanálisis: la histeria (siglos atrás confundida como manifestación corpórea de la posesión demoníaca) como fuente principal de sus malestares físicos, la libido representada como sinuosas serpientes que hacen explotar sus fantasías lúbricas, y los profundos (aunque distintos) conflictos con las figuras materna y paterna de connotaciones edípicas. Al conseguir -en el desenlace de la película- una liberación catártica, el personaje no solo logra abrazar a plenitud su identidad y sus deseos, sino incluso “renace” empoderada -por decirlo así- y es capaz (de modo también simbólico) de conseguir que otros a su alrededor sanen junto con ella, o (literalmente) regresen a su vida provenientes de un ignoto limbo.
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En una entrevista concedida para Tomatazos, el realizador afirmaba que “el cine debería venir de los sueños”. Pero con este largometraje deja manifiesto que mas bien, el cine tiene la capacidad de llevarnos a través de oníricos universos de ensueño o (en este caso particular) puede conducirnos a través de nuestras más aterradoras pesadillas.
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