RESEÑA | Licorice Pizza: Amor en los tiempos de Bowie
Licorice Pizza no se ve, se vive. Paul Thomas Anderson, Alana Haim y Cooper Hoffman presentan una obra maestra que te hará creer en el amor, en el cine y en la libertad adolescente una vez más.
Alrededor de los primeros 15 minutos de Licorice Pizza (100%), Gary (el protagonista de la cinta interpretado por Cooper Hoffman) hace una declaración a su interés amoroso: “No te voy a olvidar, así como tu tampoco me olvidarás" y ciertamente, nosotros tampoco podremos olvidarnos de este último largometraje dirigido por Paul Thomas Anderson. Las actuaciones naturales, un guión nítido que entreteje hábilmente subtramas y personajes, el estilo visual vibrante del cineasta y una banda sonora repleta de éxitos setenteros, se conjuran para crear una oda atemporal al amor juvenil que despierta sensaciones al por mayor y una experiencia cinematográfica que acaricia el alma.
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La trama sigue la historia de Alana Kane y Gary Valentine, de cómo se conocen, pasan el tiempo juntos y acaban enamorándose en el Valle de San Fernando en 1973. En el reparto podemos encontrar a los debutantes Cooper Hoffman, hijo del difunto Philip Seymour Hoffman, y Alana Haim, guitarrista de la banda Haim para la cual Thomas Anderson ha dirigido varios videos. Bradley Cooper, Sean Penn, Benny Safdie, Tom Waits y Skyler Gisondo son algunos de los rostros que también se pueden ver a lo largo del metraje.
Hay que decirlo, esta es la película más personal de Anderson y a la vez la que menos tiene impresa su sello. La filmografía de director es testimonio de su maestría para la construcción de mundos y aquí no es la excepción, su dirección repite algunos de los viejos trucos pero con un enfoque completamente diferente: a dónde nos lleva la historia no es lo importante, sino cómo evoca una vibra atmosférica en la que podamos sentirnos inmersos, como si estuvieramos reviviendo un verano de nuestra juventud donde las posibilidades para el amor y la aventura son infinitas. La nostalgia por el período de tiempo que retrata el cineasta es palpable en todo momento, la libertad del espíritu setentero hace acto de presencia en cada encuadre sin ponerse por encima de la narrativa en ningún momento. Los tropos del coming of age norteamericano también están presentes: el interés amoroso poco probable, el protagonista demasiado maduro para su edad, la incertidumbre por el futuro, etc. Sin embargo, el director les da un giro al abordarlas desde un rincón profundamente personal que imprime autenticidad y encanto en ellos. Lo que entrega como resultado es magia cinematográfica distribuida con gracia en 133 minutos.
La escritura, también a cargo del cineasta californiano, toca todas las notas correctas mezclando drama de autodescubrimiento con comedia embriagadora que arranca risas honestas de la audiencia. El desarrollo que se le da a la relación central es lo más poderoso del relato, uniendo a dos personas tan diferentes y parecidas a la vez, siendo Alana una joven de 25 años que a pesar de la incertidumbre y la decepción de la vida adulta navega por la trama con un ensueño adolescente, opuesto a Gary que juega a ser un adulto teniendo apenas 15 años, desembocando en un juego de roles bastante peculiar. De alguna forma se ven reflejados el uno en el otro, uniéndose inicialmente por la admiración mutua hasta desarrollar un profundo cariño que rara vez traspasa la línea de lo platónico. Las situaciones que el guión introduce siempre están arraigadas a la realidad, consiguiendo cautivarnos por lo familiar que se sienten. Hubo polémica en torno al largometraje por la diferencia de edad entre los protagonistas y un par de chistes racistas incluidos en él, no obstante el tratamiento que se le da a la relación deja muy claro que es algo inapropiado y la ejecución de las bromas deja en ridículo a la persona que la pronuncia, no a la minoría.
Profundizando un poco más en la pareja protagónica, el vínculo entre Alana y Gary está lejos de ser romántico, sus diferencias son más complejas que la edad o su visión del mundo, no hay manera en que algo tan improbable, hormonal e incorrecto pueda funcionar, sin embargo ambos tienen un lugar reservado para el otro, es casi magnético. A pesar de que se niegan a ponerle etiquetas a lo suyo, los personajes de la cinta cuestionan más de una vez qué es lo que son, como si todos pudieron ver lo que tienen menos ellos. Incluso si no sabemos al cien por ciento su destino, es fácil ver que ambos son la pieza que el otro necesita para avanzar en su vida y aunque no sea algo destinado a durar por siempre, las memorias de esos momentos compartidos son para siempre.
El trabajo actoral es clave para que el material funcione de la forma en que lo hace, siendo Alana Haim y Cooper Hoffman una fuerza imparable, tanto individual como colectivamente, que eleva el relato a niveles estratosféricos. La presencia de Haim es eléctrica, desde su introducción consigue transmitir las matices de su personaje con una naturalidad única, algo notable teniendo en cuanto que este es su debut en la industria. La actriz se roba cada escena en la que aparece y no es exageración decir que ella es la mejor parte de toda la película, este papel parece hecho a su medida, nadie más podría interpretarlo de la forma en la que ella lo hace. Hoffman, también debutante, vende su personaje con carisma y encanto nato, es difícil no querer verlo tener éxito en cada una de sus ocurrencias. Es verdaderamente conmovedor ver al legado de Philip Seymour Hoffman cargando con gran parte de la narrativa sobre sus hombros con la destreza de un actor experimentado. La química entre ambos es una que no se veía en pantalla desde hace mucho tiempo, la era dorada de las comedias románticas recobra vida brevemente gracias a ellos. Licorice Pizza (100%) también nos ofrece una galería de personajes excéntricos interpretados maravillosamente por Bradley Cooper, Sean Penn y Tom Waits. Aunque son apariciones breves, los actores se las arreglan para que sus segmentos se vuelvan verdaderamente memorables, en especial Cooper dando cátedra de comedia con unas líneas tan extrañas como hilarantes. Los que también se llevan una mención son Benny Safdie y Joseph Cross, compartiendo una escena desgarradora en el tercer acto que le da mayor peso dramático al clímax.
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Como es clásico de Anderson (Boogie Nights: Juegos de Placer (92%), Magnolia (84%), El Hilo Fantasma (97%)), el escenario es la excusa perfecta para tocar diversos temas sociales, aquí no se hace una idealización romántica por el periodo de tiempo en el que se desarrollan los acontecimientos, se le reconoce como un momento histórico complicado donde hay racismo, homofobia, explotación de la mujer en la industria del entretenimiento, falta de oportunidades laborales para los jóvenes e incluso una crisis de combustible, todo esto sin que se emita algún juicio al respecto, el director confía en la inteligencia de su audiencia para que saque sus propias conclusiones.
Incluso en los aspectos técnicos la pieza está pulida a la perfección en cada uno de sus departamentos. Una de las decisiones más acertadas fue relegar la banda sonora compuesta por Jonny Greenwood a un segundo plano, dando prioridad un catálogo de baladas clásicas compuestas por Nina Simone, David Bowie, The Doors, Cher y Paul McCartney que enriquecen la colección de escenas mientras dan un verdadero sentido de época. La edición es certera, nos lleva de un pasaje a otro de forma suave, como un paseo nocturno con las ventanas abajo en los suburbios donde viven estos personajes, además sus dos horas de extensión jamás se sienten pesadas, al contrario, te dejan con ganas de más. La fotografía y la paleta de colores hacen lo suyo para capturar con ojo sensible la alegría, melancolía y el surrealismo de los días interminables en que Alana, Gary y su grupo de amigos hacían de las suyas.
Más que ver Licorice Pizza (100%), se vive. Paul Thomas Anderson se reinventa una vez más con esta cápsula del tiempo elaborada con un estilo auténtico, destreza narrativa y toneladas de corazón en su núcleo. Es una obra maestra que te hará creer en el amor, en el cine y en la libertad adolescente una vez más. Se dice que nadie ni nada es perfecto, y eso está bien, incluso la relación de Alana y Gary abraza este concepto para recordarnos que lo importante es la belleza que habita en la imperfección. Pero si hay algo que se acerque a ella, es esta pieza cinematográfica.
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