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RESEÑA: Dioses de México | Poética de la resistencia a la globalización

Helmut Dosantos ha compuesto, a lo largo de 9 años, una ópera lírica y demostrado que el cine tiene el poder de descubrir lo sagrado en lo cotidiano. Una pieza maestra que merece ser exhibida en todas las salas de arte, de cadenas comerciales o foros culturales, y no en unas cuantas salas de México.

Hay filmes que, si buscáramos equiparar a géneros literarios o periodísticos, podríamos clasificarlos como novelas, cuentos, relatos breves, ensayos, reportajes o documentales. Los hay, también, híbridos. Sin embargo, hay otros que podrían equipararse a la escritura de un libro de poesía, como Dioses de México (100%), de Helmut Dosantos.

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Aunque existe una historia contenida en sus entrañas –la de todos los mexicanos– y microrelatos, su estructura lógica y retórica guarda un vínculo fuerte con la hechura de un libro bucólico, cargado de exploración del lenguaje cinematográfico en su extensión pictórica y sonora. Su materia prima: el ejercicio documental en tanto premisa de producción. Su edición recuerda el único límite de la composición: la creatividad de sus autores.

Dicho esto, intentaré una definición preliminar. Dioses de México (100%) es un documental lírico filmado con técnicas de escenificación frecuentes en ficción. Se divide en tres partes con cuatro actos. Cada parte aborda temas extraídos de la expectación artificial: I) el carpe diem en tanto ceremonia; II) Retratos de mexicanos al centro de un paisaje, donde el protagonista es el viento; y III) El trabajo y los días. Una oda a comunidades del país aferradas a sus legados y que desafían al imperio de la globalización. La película exalta la resistencia cultural: un heroísmo del presente que ama y defiende su memoria.

La cámara en Dioses de México es una extensión de la fotografía, premisa que da a la pieza un sentido menos dependiente de la anécdota y estimula la imaginación o la contemplación que, por lo común, se delega a una galería de arte. Sus encuadres guardan un parentesco intrínseco con la retórica del cine artesanal. Hay vistas de pájaro, tomas en perspectiva, así como encuadres ajustados que comúnmente se usan para relatar. Guarda el temperamento gonzo del documental que vemos, por ejemplo, en Quebranto (2013) de Roberto Fiesco o Tempestad (91%) de Tatiana Huezo (con quien también colaboró en Noche de Fuego (95%)).

La película es un ejercicio de estilo. A mí, personalmente, su exploración de los límites de un género fotográfico (el retrato) y uno fílmico (el documental) me recordó a las aventuras de Andy Goldsworthy para crear esculturas a partir del performance, el montaje, la intervención o el video en un bosque mientras lanzaba hojas frente a la cámara o tierra a un desfiladero. Plásticamente hay más de Sabastiao Salgado, Elliott Landy, Yousuf Karsh, George Hurrell, Edward S. Curtis o Josef Sudek en sus aspiraciones iconográficas.

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En algunos aspectos se supedita al documental contemporáneo que busca fundar una nueva poética en la resistencia al progreso civilizatorio, aunque firmemente devoto del cine expandido en un sentido a la Gene Youngblood. Ciertos directores que atienden a fenómenos que signan a países cuando hay herida abierta se ofrecen antecedentes. Ahí las aventuras de Werner Herzog con los meteoritos o persiguiendo a un personaje en Grizzly Man (92%) o Fireball —aunque este director depende mucho del monólogo en su proceso. Pienso en un caso más afín a la tensión narrativa que expone realidades de un país: Sergei Loznitsa. No en el sentido parabólico de Maidan o Donbass, un poco sí en la plástica y la atención a las relaciones humanas de Portrait. En Dosantos hay, también, un afán estetizante que evade el diálogo, digno heredero de la tradición que inicia con John Grierson (fácil de ver en su Granton Trawler).

Dioses de México, de Helmut Dosantos. Cortesía del director.

Dado que el fundamento de la película es la cinematografía y la contemplación, me atrevo a abordarlo de un modo que sería mal visto para filmes mainstream temerosos del spoiler. Espero que este mapa ayude a algunos espectadores a afrontar mejor la cinta.

La primera parte y primer acto, “1. Los Diablos”, presenta la vida cotidiana como una preparación continua para el ritual nocturno, donde se evidencia que las rutinas tienen su eclosión en el regocijo y el deleite.

El propósito de cada acción es confirmar las prácticas o valores individuales y comunales como una herencia. Por ejemplo la relación que guardan los mayores con los infantes. Una madre que se cepilla el cabello frente al espejo y ve en el reflejo cómo la imita su hija. La madre abandona su propio reflejo para encontrarse en su hija, mientras la niña no necesita verse al espejo: se peina rigurosamente mirando a mamá. Ambas continúan acicalándose: saben qué hacer viéndose la una a la otra. Hay pasado, hay presente. El futuro no importa.

Esta sección muestra un día de trabajo como si fuera feriado. Se concierta con viñetas en las que se sigue a pobladores de una comunidad, con cámaras preocupadas por destacar acciones específicas. La edición evita excesos estáticos o aburridos que caracterizan al cine artesanal. Por ejemplo, no hay tomas sostenidas que duren varios minutos.

La danza, la teatralidad, el deseo, el fuego, la mascarada, la relación con los animales (una res destazada, un gallo de pelea bañado y masajeado para el combate) se confabulan en una ceremonia de iniciación para los más pequeños y de cortejo para los más grandes. Hay algazara, cantos, gruñidos y satisfacción. Un encuentro de dos enamorados en la rivera del manglar. Un personaje que sólo se siente pleno al transformarse en la máscara nocturna. Los procesos para disfrutar de cada día a través del baile son la prueba de plenitud.

La segunda parte y segundo acto de Dioses de México (100%), “2. Rapsodia a los Cuatro Vientos”, posiblemente denuncia más la apuesta estetizante del director. Consiste, en su mayoría, de retratos blanco y negro en toma fija con planos generales y neutros, privilegiando las tomas donde los personajes se encuentran claramente al centro de un paisaje prominente, ya sea natural o costumbrista.

La duración promedio de estos retratos es de 15 segundos por cada uno, con un total de 52 retratos, un prólogo y algunas tomas aéreas basadas en el descubrimiento de un fenómeno natural o la exploración de punto de interés. Estas últimas piezas poseen una mayor duración y sirven como transiciones para dar un respiro a la pátina de rostros, perfiles y horizontes simétricamente calculados. Tiene aproximadamente 13 retratos por cada punto cardinal de la República Mexicana. Vemos agricultores, mineros, muxes, rarámuris, pescadores, cañeros, músicos tradicionales, chamanes, pastores, ganaderos.

Cada punto cardinal es un dios mexicano. El único dialogante, gracias a la maravillosa edición de sonido, es el viento: la respiración de las personas captadas; el crepitar de los pastizales incendiados; el jaleo de la ropa al ser agitada; el rechinar de las ramas zarandeadas por el aire; las copas de los árboles siseando; los silbidos, gorjeos, graznidos y aullidos de aves, monos y otras fieras; el soplo en los entresijos de las montañas o las construcciones; en el vuelo de dron luchando contra la corriente durante las tomas aéreas.

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Las personas cuentan, envueltas en las tradiciones sagradas de las comunidades nativas y afrodescendientes, sólo por lo que representan en sus gestos durante la estampa. El viento en sus distintas manifestaciones es el narrador de cada historia, el portador del canto.

Los mexicanos que aparecen, todos de comunidades rurales y aferrados a usanzas –dentro de escenas de base etnográfica configuradas en contubernio entre el director y los nativos–, son custodios de lo sagrado: las facetas de la cultura que vale la pena preservar, donde se ocultan los dioses. En ellos descansa lo divino de nuestro país. Al evitar los acentos de la lengua según la región, apreciamos por igual diferencias y familiaridades. Somos el modo en que el viento se estremece al encontrarse con nosotros y el modo en que modificamos al paisaje.

Dioses de México. Cortesía del director.

La tercera parte tiene dos actos: “3. Blanco” y “4. Negro”. El primero presenta los procesos y tareas de un salobral y el segundo los de una mina. Los dos fueron rigurosamente ensamblados para que se desplegaran cinco momentos clave dentro de cada acto: 1.- los trabajadores en sus respectivas especialidades, la convivencia, los sonidos y la fauna que los acompaña; 2.- las actividades relativas al fuego como elemento transformador de la materia; 3.- la convivencia durante la comida, también con el fuego para hacer las tortillas; 4.- el orgullo de ver el fruto del trabajo; y 5.- el divertimento que les recuerda, en medio del trabajo, que están vivos y trabajan para vivir, no a la inversa.

La actividad económica ejecutada de modo artesanal (con técnicas rudimentarias y pocos procesos industrializados), dependiente aún de la pericia, destreza y experiencia humana, se impone como componente categórico. Dos actividades fabriles relacionadas con sacarle provecho a la tierra a punta de provocar a la roca entre fuego, agua y acarreo. El director trae a colación, de esta guisa, a Los trabajos y los días de Hesíodo. Dignifica y exhibe virtudes e intimidad que entrañan los oficios, el modo en que se ejecutan, probando el valor de una faena artesanal. De hecho, la parte “blanca” es la más artesanal y la parte “negra” nos expone el aspecto más industrializado del proceso.

"Blanco", de Dioses de México. Cortesía del director.

Toda resistencia requiere una poética. En este caso vemos una oposición prohijada por un microcosmos: la majestad está en lo terrenal, no en lo propenso al engranaje o los púlpitos. La contemplación construye una balada de la vida cotidiana en sus distintos matices, reticente a las aspiraciones telúricas de la civilización. Dioses de México (100%) es una proeza experimental, artística y de oficio que evidencia la riqueza natural y cultural del país, una heredad de lo sagrado, en un sentido casi panteísta, en apenas 140 minutos que nunca se sienten cansinos.

En una época durante la cual la lectura de patrimonios de México se ha reducido a indicadores financieros, macroambientales y dependientes de la interpretación mediática de políticas a escala de Estado, Dioses de México repercute en una reflexión crítica que reverencia al paisaje sin mancha urbana. Muestra, en un juego de miradas, que en lo pequeño hay grandeza, providencia. No hay metaversos ni multiversos, sí un cosmos asequible al ojo.

"Negro", de Dioses de México. Cortesía del director.

La pareidolia que nos repite en toda la película Helmut Dosantos lo dice explícita y metafóricamente: el gran ojo que devuelve la mirada desde el paisaje; es decir, desde el interior de la tierra, con el cráter como marco. Ese ojo se repite en el cielo con la Luna. En el agua del manglar cuando la barca con sus enamorados. En todos los casos, parece que el paisaje, los individuos, todos, al ver de frente a la cámara, devuelven la mirada al espectador.

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