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En Tomatazos siempre procuramos poner un énfasis muy especial en el cine que se produce en México. Tanto en las películas que mes con mes llegan a pantallas mexicanas, como aquellas que forman parte de nuestro invaluable legado cinematográfico y cultural. Por ello, a partir de este mes iniciamos una nueva sección en la cual invitaremos a un crítico destacado para que describa y analice uno de los miles de títulos que forman parte fundamental de la historia del cine nacional.
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Para apadrinar este espacio, contamos con la presencia de José Antonio Valdés Peña, investigador, guionista, y docente cinematográfico, quien actualmente es Subdirector de Información de la Cineteca Nacional, además de participar como conductor televisivo de la sección Miradas al Cine dentro del noticiario matutino Once Noticias y como locutor y titular del programa Cinema Red de Radio Red 1110 de AM de Grupo Radio Centro, espacio de análisis sobre diversos aspectos del cine tanto nacional como internacional. José Antonio nos hablara acerca de Longitud de Guerra, filme de la década de los años 70 realizado por Gonzalo Martínez Ortega:
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Abusos cometidos por terratenientes y compañías mineras extranjeras, además de las constantes injusticias del gobierno del presidente Porfirio Díaz, encienden los ánimos de los habitantes de la comunidad de Tomochic en Chihuahua, quienes se rebelan contra las autoridades políticas y eclesiásticas de la región al erigirse como un pueblo autónomo, desatando una cruenta represión que culmina en una masacre ocurrida en 1892. Después de una épica acerca de los inicios del movimiento revolucionario en Chihuahua, su estado natal, en El principio (1972), Gonzalo Martínez dirigió esta superproducción que recrea el suceso mencionado con altivez y momentos de extraña poesía fílmica, destacando tanto una puesta en cámara que aprovecha al máximo las virtudes del formato panorámico como la sincera solidaridad del director hacia sus aguerridos protagonistas.
El cine histórico es uno de los géneros más antiguos que existen. En las primeras dos décadas del siglo XX, tanto el naciente cine estadounidense como el italiano ya habían hecho sendas contribuciones al mismo, remontándose a un pasado histórico tan remoto como la recreación de la guerra civil norteamericana en [Pelicula] El Nacimiento de Una Nación (1915) o la Babilonia presentada en la cinta Intolerancia (1917), ambas épicas monumentales dirigidas por [Director] D.W. Griffith. Me remito a estas obras pioneras del género porque además del elemento de espectacularidad visual en sus evocaciones del pasado, apuntan otra característica del cine histórico: la posición ideológica, emocional y totalmente subjetiva con la cual los cineastas abrazan un suceso real para transformarlo en una ficción cinematográfica (Griffith, por ejemplo, desecha la idea de la unificación del territorio estadounidense para abordar la derrota del sur en la Guerra de Secesión como un pretexto para la efervescencia de un destructor odio racial en la primera cinta mencionada, mientras que en la segunda película, la gran ciudad pecadora recibe el azote invasor para lavar sus pecados). No está ni bien ni mal; Griffith tenía todo el derecho de hacerlo, al igual que los cineastas de todo el mundo desde entonces).
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Además del fundamental punto de vista, el género ofrece a los realizadores una última disyuntiva apasionante: la de abordar la historia desde la perspectiva oficialista de la misma, convirtiendo a sus personajes en estatuas de mármol parlantes, o bien, aplicar importantes dosis de realismo y una paleta emocional compleja a iconos históricos que tienen resonancias universales. Por lo general, en el cine en general, abundan las películas deslumbrantes en su recreación del pasado, pero carentes de vida porque precisamente la historia parece pesar demasiado. Otras cintas, las más memorables, utilizan un hecho histórico para reflexionar acerca del presente y de cómo las lecciones no aprendidas en el pasado tienen ecos terribles en nuestra vida cotidiana o en el destino de una nación entera. Finalmente, hay que decir que una épica histórica, hablando en términos de producción cinematográfica, no resulta nada barata, pues decorados, modos de hablar, reminiscencias estéticas y vestuarios de otra era se deben recrear para la ocasión. Longitud de guerra (1975) de Gonzalo Martínez es una de las pocas películas en la historia del cine mexicano que se enfrenta a las convenciones del cine histórico desde una perspectiva absolutamente subjetiva, rabiosamente solidaria y emocional por parte de su realizador. Algo que, en los momentos menos equilibrados de un filme tan complejo como éste, reduce a la mayor parte de sus muchos protagonistas a esquemáticos combatientes entre el bien y el mal, sin una toma de conciencia de por medio.
Una toma de conciencia que en un anterior filme de Gonzalo Martínez, El principio (1972), apartaba a la cinta misma del cine revolucionario folclórico para volverla una tragedia sobre la urgencia de tomar acción cuando todo un sistema de poder se ha derrumbado. Martínez habla de historias y personajes de su estado natal, Chihuahua, y la saga del joven estudiante de pintura que regresa a un México porfiriano en el cual es cuestión de tiempo que estalle una revolución, está narrada desde el sentimiento mismo de quien se asombra al conocer la historia que lleva uno en la sangre por estar conformada de muchas microhistorias de esa patria chica que es donde nace uno. Longitud de guerra comparte con El principio una voluntad coral, en la cual sus muchos protagonistas van aportando piezas importantes del mosaico histórico que Martínez va construyendo. Y esa misma emoción de un cineasta por narrar una epopeya propia desde su corazón y entrañas, rechazando una lectura histórica racional o académica. Es su perspectiva artística y ambos filmes no la contradicen.
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La invasión de los ideales de los hermanos Flores Magón y su aplicación para cambiar la historia, columna vertebral para la narrativa de El principio, es transformada en Longitud de guerra por la crónica de un desastre anunciado, el de la masacre del pueblo de Tomochic, ocurrida entre el 20 y el 29 de octubre de 1892, cuando poco más de un centenar de habitantes del lugar se enfrentaron con armas de fuego a un destacamento federal compuesto por 1200 soldados y artillería pesada. Las tropas tenían la consigna de exterminar a todos los rebeldes mayores a los 12 años de edad; solamente se le perdonó la vida a algunas mujeres y niños que no estuvieron en el incendio de la iglesia local, donde muchos perecieron quemados vivos. Son hechos sangrientos, que hablan de la brutalidad del régimen porfirista ya en decadencia franca, y que fueron consignados en el libro Tomochic por el escritor Heriberto Frías, quien fuese un soldado federal presente en dicho suceso. A Gonzalo Martínez, por su parte, no le interesa la crónica, sino la visión de la rebelión de Tomochic desde adentro. Armado de su cámara en formato Panavision, el realizador se mete entre los hombres y mujeres de un pueblo airado que pondrá un hasta aquí a los muchos abusos que padecía, sentando además un precedente importante para el estallido revolucionario de 1910. Para el director, los tomochitecos tienen un solo rostro, el de Cruz Chávez, encarnado por un soberbio Bruno Rey con la fuerza necesaria para transmitir el carácter y liderazgo en una misión que tiene además un importante trasfondo religioso implícito relacionado con una figura de fe encarnada en una mujer de carne y hueso, Teresa Urrea, la santa de Cabora, a quienes los pobladores de Tomochic adoraban tanto por sus mensajes de unidad ante la adversidad y sus llamados a crear una autonomía para combatir los abusos de los poderosos, como por su papel vital en la contestataria actitud del colectivo ante la iglesia católica tradicional.
Sin control eclesiástico ni de las autoridades, a las cuales desconocen, los habitantes de Tomochic van empedrando un camino hacia la represión, organizando una rebelión cimentada en la valentía y la fe inquebrantable de aquellos que emprenden misiones divinas. Una sensación que Martínez impulsa con el acompañamiento musical de cantos religiosos rusos que dan a varias secuencias un tono elegíaco, cercano al tono de la épica eisensteinana de Alexander Nevsky (1938), muy viva en la sangre de Martínez tanto por su cinefilia como por su formación en la industria del cine soviético. Poco sabemos de la vida interna de los personajes, pero sí entendemos de sobra su misión. Tanto de los rebeldes de Tomochic como de los soldados federales enviados a exterminarlos. Así como el único personaje reconocible de este bando es Cruz Chávez, Martínez le brinda al espléndido actor Pancho Córdova el mejor personaje del lado de los federales, encarnando al general Felipe Cruz, un soldado quien, ante la posibilidad de tener un genocidio en sus manos, finge cumplir las órdenes de Porfirio Díaz, a quien debate mediante una conversación por telégrafo en la cual el actor da muestra de su enorme talento para conmover. Todos los demás personajes, aunque interpretados por notables presencias del cine mexicano de distintas generaciones, carecen de matices de personalidad, volviéndose algunos bastante esquemáticos, al no tener ninguna noción crítica al respecto de lo que están haciendo en la trama.
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Visualmente, Gonzalo Martínez aprovecha al máximo las posibilidades del formato panorámico, mediante una rica gama de colores propuestos por la fotografía de Rosalío Solano y las espléndidas locaciones naturales en las cuales los personajes se funden. En muchas ocasiones, algunas de sus composiciones remiten al western clásico, con los jinetes frente al crepúsculo. Las extensas secuencias de batalla resultan caóticas fílmicamente hablando (planos que no se corresponden, fallas de continuidad y del eje de la cámara, etc.), pero imbuidas de una sinceridad que les dan la fuerza necesaria para existir.
Producida casi al final del sexenio echeverrista, Longitud de guerra tuvo el infortunio de caer en manos de los funcionarios del sexenio siguiente, el de López Portillo, en el cual la estructura de producción del cine estatal, que había dado obras tan relevantes como Canoa ([Director] Felipe Cazals, 1975) o La pasión según Berenice (Yu-sheng Tian, 1975), sería desmantelada de forma sistemática, propiciando el regreso de un cine de producción privada ajeno a cualquier concepto de calidad. Además, la cinta fue acusada de ser un dispendio de medios públicos de niveles escandalosos. Su estreno fue totalmente invisible, una situación denunciada por el historiador y crítico de cine Emilio García Riera en la revista Proceso a través de varios artículos en 1977. Pero más allá de la triste suerte de la película, Longitud de guerra es una obra especial por la forma en la cual la sinceridad y el corazón de su autor se imponen por sobre la historia, la crónica y las propias convenciones del cine histórico.
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El cine histórico es uno de los géneros más antiguos que existen. En las primeras dos décadas del siglo XX, tanto el naciente cine estadounidense como el italiano ya habían hecho sendas contribuciones al mismo, remontándose a un pasado histórico tan remoto como la recreación de la guerra civil norteamericana en [Pelicula] El Nacimiento de Una Nación (1915) o la Babilonia presentada en la cinta Intolerancia (1917), ambas épicas monumentales dirigidas por [Director] D.W. Griffith. Me remito a estas obras pioneras del género porque además del elemento de espectacularidad visual en sus evocaciones del pasado, apuntan otra característica del cine histórico: la posición ideológica, emocional y totalmente subjetiva con la cual los cineastas abrazan un suceso real para transformarlo en una ficción cinematográfica (Griffith, por ejemplo, desecha la idea de la unificación del territorio estadounidense para abordar la derrota del sur en la Guerra de Secesión como un pretexto para la efervescencia de un destructor odio racial en la primera cinta mencionada, mientras que en la segunda película, la gran ciudad pecadora recibe el azote invasor para lavar sus pecados). No está ni bien ni mal; Griffith tenía todo el derecho de hacerlo, al igual que los cineastas de todo el mundo desde entonces).
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Una toma de conciencia que en un anterior filme de Gonzalo Martínez, El principio (1972), apartaba a la cinta misma del cine revolucionario folclórico para volverla una tragedia sobre la urgencia de tomar acción cuando todo un sistema de poder se ha derrumbado. Martínez habla de historias y personajes de su estado natal, Chihuahua, y la saga del joven estudiante de pintura que regresa a un México porfiriano en el cual es cuestión de tiempo que estalle una revolución, está narrada desde el sentimiento mismo de quien se asombra al conocer la historia que lleva uno en la sangre por estar conformada de muchas microhistorias de esa patria chica que es donde nace uno. Longitud de guerra comparte con El principio una voluntad coral, en la cual sus muchos protagonistas van aportando piezas importantes del mosaico histórico que Martínez va construyendo. Y esa misma emoción de un cineasta por narrar una epopeya propia desde su corazón y entrañas, rechazando una lectura histórica racional o académica. Es su perspectiva artística y ambos filmes no la contradicen.
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La invasión de los ideales de los hermanos Flores Magón y su aplicación para cambiar la historia, columna vertebral para la narrativa de El principio, es transformada en Longitud de guerra por la crónica de un desastre anunciado, el de la masacre del pueblo de Tomochic, ocurrida entre el 20 y el 29 de octubre de 1892, cuando poco más de un centenar de habitantes del lugar se enfrentaron con armas de fuego a un destacamento federal compuesto por 1200 soldados y artillería pesada. Las tropas tenían la consigna de exterminar a todos los rebeldes mayores a los 12 años de edad; solamente se le perdonó la vida a algunas mujeres y niños que no estuvieron en el incendio de la iglesia local, donde muchos perecieron quemados vivos. Son hechos sangrientos, que hablan de la brutalidad del régimen porfirista ya en decadencia franca, y que fueron consignados en el libro Tomochic por el escritor Heriberto Frías, quien fuese un soldado federal presente en dicho suceso. A Gonzalo Martínez, por su parte, no le interesa la crónica, sino la visión de la rebelión de Tomochic desde adentro. Armado de su cámara en formato Panavision, el realizador se mete entre los hombres y mujeres de un pueblo airado que pondrá un hasta aquí a los muchos abusos que padecía, sentando además un precedente importante para el estallido revolucionario de 1910. Para el director, los tomochitecos tienen un solo rostro, el de Cruz Chávez, encarnado por un soberbio Bruno Rey con la fuerza necesaria para transmitir el carácter y liderazgo en una misión que tiene además un importante trasfondo religioso implícito relacionado con una figura de fe encarnada en una mujer de carne y hueso, Teresa Urrea, la santa de Cabora, a quienes los pobladores de Tomochic adoraban tanto por sus mensajes de unidad ante la adversidad y sus llamados a crear una autonomía para combatir los abusos de los poderosos, como por su papel vital en la contestataria actitud del colectivo ante la iglesia católica tradicional.
Sin control eclesiástico ni de las autoridades, a las cuales desconocen, los habitantes de Tomochic van empedrando un camino hacia la represión, organizando una rebelión cimentada en la valentía y la fe inquebrantable de aquellos que emprenden misiones divinas. Una sensación que Martínez impulsa con el acompañamiento musical de cantos religiosos rusos que dan a varias secuencias un tono elegíaco, cercano al tono de la épica eisensteinana de Alexander Nevsky (1938), muy viva en la sangre de Martínez tanto por su cinefilia como por su formación en la industria del cine soviético. Poco sabemos de la vida interna de los personajes, pero sí entendemos de sobra su misión. Tanto de los rebeldes de Tomochic como de los soldados federales enviados a exterminarlos. Así como el único personaje reconocible de este bando es Cruz Chávez, Martínez le brinda al espléndido actor Pancho Córdova el mejor personaje del lado de los federales, encarnando al general Felipe Cruz, un soldado quien, ante la posibilidad de tener un genocidio en sus manos, finge cumplir las órdenes de Porfirio Díaz, a quien debate mediante una conversación por telégrafo en la cual el actor da muestra de su enorme talento para conmover. Todos los demás personajes, aunque interpretados por notables presencias del cine mexicano de distintas generaciones, carecen de matices de personalidad, volviéndose algunos bastante esquemáticos, al no tener ninguna noción crítica al respecto de lo que están haciendo en la trama.
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Producida casi al final del sexenio echeverrista, Longitud de guerra tuvo el infortunio de caer en manos de los funcionarios del sexenio siguiente, el de López Portillo, en el cual la estructura de producción del cine estatal, que había dado obras tan relevantes como Canoa ([Director] Felipe Cazals, 1975) o La pasión según Berenice (Yu-sheng Tian, 1975), sería desmantelada de forma sistemática, propiciando el regreso de un cine de producción privada ajeno a cualquier concepto de calidad. Además, la cinta fue acusada de ser un dispendio de medios públicos de niveles escandalosos. Su estreno fue totalmente invisible, una situación denunciada por el historiador y crítico de cine Emilio García Riera en la revista Proceso a través de varios artículos en 1977. Pero más allá de la triste suerte de la película, Longitud de guerra es una obra especial por la forma en la cual la sinceridad y el corazón de su autor se imponen por sobre la historia, la crónica y las propias convenciones del cine histórico.
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LONGITUD DE GUERRA (México, 1975, 144 minutos). Dirección y guión: Gonzalo Martínez Ortega. Fotografía en color: Rosalío Solano. Música: Un Réquiem alemán de Johannes Brahms y cantos religiosos rusos. Edición: Carlos Savage. Con: Bruno Rey (Cruz Chávez), Pedro Armendáriz Jr. (Manuel Chávez), Aarón Hernán (Reyes Domínguez), Narciso Busquets (general José Manuel Muriel), Fernando Balzaretti (Heriberto Frías); Héctor Suárez (Pedro Chaparro), Hugo Stiglitz (San José), Martha Navarro (Clara Calderón). Compañías productoras: CONACINE y Dasa Films.
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