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RESEÑA | Candyman: Otro fallido intento por replicar el éxito de ¡Huye!

Una trama tumultuosa y poco ingeniosa para despertar tensión y horror, que hacen de esta secuela un fracaso.

No hay discusión sobre la forma en la que el horror sobrenatural se usa en el cine para abordar, de forma alegórica, lo que nos hace estremecer sobre la realidad. Pero no es tarea sencilla encontrar o construir esos paralelismos entre la ficción y nuestro mundo, lamentablemente un gran ejemplo de eso es Candyman - 82%, la secuela directa de la película del mismo nombre de 1992.

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Dirigida por Nia DaCosta, quien también escribió el guion junto a Jordan Peele, Candyman es la historia de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II), un pintor que atraviesa por un bloqueo, el cual parece ser eliminado cuando escucha la leyenda del personaje titular. Obsesionado con la idea de este fantasmagórico hombre, víctima mortal de violencia racial, que asesina a aquellos que se atreven a invocarlo diciendo su nombre tres veces en el espejo, descubre que tiene un vínculo personal con este ser.

Si la premisa suena vaga, es porque lo es. El peor de los problemas del filme es que el libreto jamás aterriza exactamente qué es lo quiere decir. Los personajes hablan con frecuencia de problemas como la representación de la violencia en el arte, la gentrificación, la brutalidad policíaca, pero es sólo hacia el final que este último tópico se representa a través de la narrativa y para entonces se siente tan desarticulado de la historia como los elementos del filme y el resultado es un desenlace desconcertante y carente de impacto.

El principal problema de Candyman - 82% es el guion. Hay subtramas y secuencias, cuyo único propósito es hacer menciones de los temas que fracasa en hilvanar, que toman mayor peso que la siniestra transformación de Anthony y su caída ante la leyenda urbana. Esto provoca un ritmo asincrónico en el que las apariciones del ente sobrenatural, y sus crímenes, son breves y apenas tienen relación con el protagonista y la búsqueda que emprende para entender mejor la leyenda urbana.

Es claro que había una intención por hacer de este filme algo similar a lo que sucedió en ¡Huye! - 99%, también escrita por Peele. En esa cinta, la perspectiva de un hombre de color rodeado de casi únicamente personas blancas está consolidad en la dirección y narrativa, en el desarrollo de sus escenas esto lleva a transmitir la incomodidad del protagonista al espectador. Un ejemplo claro es la fiesta en la que varios vecinos le hacen preguntas inapropiadas a razón de su color de piel y el alivio que cree encontrar cuando apenas se encuentra con otro hombre de color.

En el filme de DaCosta, esto jamás sucede. Si la película quiere hacer una alegoría sobre la gentrificación, la mayoría de los asesinatos ocurren fuera del barrio gentrificado, si quiere hablar de la brutalidad policíaca, el protagonista no se enfrenta a oficiales más que al final cuando se busca tardíamente establecer esta alegoría. Aunque pretende abordar grandes problemáticas, apenas los menciona.

Candyman reconfigura al fantasma como una especie de vengador antiheroico para las personas de color. Sus víctimas son casi todas personajes blancos que antagonizan a personas de color: la crítica que confronta la obra de Anthony, la cual retoma la leyenda urbana; el dueño de la galería en la que se exhibe, quien lo acusa de plagio; un grupo de niñas que molestan a una estudiante negra; y la policía que traumatizó de niño al personaje que realmente está moviendo los hilos.

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Este no es el sentido que la criatura sobrenatural tiene en la película original Candyman - 70%, de Bernard Rose, en donde se trata más bien de un fúrico espíritu que mata para evitar ser olvidado tras ser linchado por una turba racista. Y que aterroriza por igual a personajes de color, al grado de estar dispuesto a asesinar a un recién nacido al quemarlo vivo. Cabe recordar que no es un problema en sí que ese sea el uso que se le da al espectro en la secuela sino que es más bien lo derivativo de su enfoque en diversos temas, así como las razones más banales por las que asesina a la mayoría de sus víctimas fallan en darle un impacto a la más interesante idea de los últimos minutos.

Todo esto podría haber sido menos problemático si acaso las contadas escenas de horror fueran aterradoras, pero no lo son. La que más se acerca a serlo es una secuencia en un elevador, en la que Anthony queda atrapado con sus visiones del temible Candyman. Es el único momento en la película en el que existe la ambigüedad suficiente a cuadro como para generar en el espectador incertidumbre y expectativa sobre qué sucederá a continuación.

DaCosta (Little Woods - 90%, Ghost Tape, 2020) apenas se preocupa por construir una atmósfera y las veces que lo consigue es a razón de los encuadres, el body-horror y el diseño de producción antes que con el movimiento de cámara o el montaje. Tan es así que uno de los primeros asesinatos del filme, en la galería de arte, tiene un tono completamente fuera de lugar en el que la escena sugiere tensión, pero la interpretación y el libreto tiran más hacia la comedia de horror. Un plano, por ejemplo, en el que el fantasma sale de una pared hacia un niño y la cámara muestra lo siniestro de su rostro, o las ñañaras que produce una herida, cada vez más extensa, en la piel del protagonista son de los pocos momentos en los que el filme perturba.

De lo poco que se puede destacar en Candyman - 82% queda la interpretación de Abdul-Mateen II y Parris, pero es una lástima que el guion realmente no les dé mucho qué hacer. Con poca claridad, un torpe enfoque en lo que quiere decir sobre la violencia racial y la conversión de sus víctimas en iconos de venganza antes que de justicia, el filme es una de las peores películas de horror del año, no sólo por lo pobre de sus sustos sino por su incapacidad para llevar algo tan estremecedor como el racismo a la pantalla.

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