Es muy posible que, dentro del universo de lo ficticio, no exista mejor maridaje que el del cine y la literatura. Muchas de estas adaptaciones cinematográficas suelen concebir un alma propia, provista de los mejores y peores imponderables creativos, que elevan a la obra original hasta un nivel superior. En el caso de Dante y Soledad, de la directora Alexandra De La Mora.
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Colmada de silencios y pasajes contemplativos, este estudio íntimo pretende diseccionar la soledad implícita en el hecho de maternar, una labor histórica que ha sido pieza clave en la narrativa del “ángel del hogar” contra la de demonio que reniega de la tarea. Aquí existen los matices, ni una madre es un ángel iluminado abocada a la tarea de la crianza, ni se convierte en villana por experimentar en carne propia los grandes desafíos que conlleva el ser madre primeriza.
Como peces sin agua
La cinta, inspirada en el cuento "El matrimonio de los peces rojos" de Guadalupe Nettel, ofrece una alegoría, en lo visual y en lo narrativo, intrigante sobre la dinámica de pareja, el matrimonio y la llegada de un hijo. A través de la historia de los peces rojos — originalmente, Betta Splendens de característico un rojo vibrante. Esta reimaginación, intenta ilustrar la complejidad de las relaciones de pareja y cómo la presión de las expectativas y las responsabilidades, maternales y paternales, puede afectar la conexión emocional entre los cónyuges.
“Un acuario, por más grande que sea, es un lugar muy reducido para seres insatisfechos y proclives a la infelicidad”, expresa Nettel en su relato. Y es que la elección de los peces como símbolos de la pareja matrimonial es sugerente. La observación de la mujer sobre el comportamiento de los peces, interpretando sus movimientos como si fueran diálogos y conflictos de pareja, añade una interesante capa de profundidad al relato. La metáfora se intensifica cuando, enfrentados a sus propias crisis y desafíos, la pareja nota el cambio en la dinámica de sus propios peces, reflejando así las tensiones no resueltas en su propia relación.
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El cuento también aborda temas y problemas de las parejas contemporáneas, como las luchas emocionales y económicas asociadas con la llegada de un hijo. Las discusiones sobre los roles de poder, íntimamente ligados a la fuente de ingresos del hogar y las responsabilidades parentales son realistas y reflejan las tensiones a las que muchas parejas se enfrentan en la vida cotidiana.
La metáfora sobre el acuario como un espacio reducido para seres insatisfechos y propensos a la infelicidad, reflejando el estado mental de una madre a tiempo completo, en franco estado de autoflagelación, es un reflexivo recurso para arrojar luz a una tortura en donde jueguen lo personal y lo social. De esta manera, lo público y lo privado juegan un papel igualmente importante dentro de esta historia que se florece, como hiedra venenosa, dentro de un hogar claustrofóbico.
Un hilo conductor de los que experimenta Inés —interpretada por Irene Azuela—, la madre, con el agua, materia primigenia como lo puede ser la conexión de una madre con su hija. Fue en estado líquido que la madre encontraría su propio reflejo, flotando en una suerte de pecera imaginaria, una prisión líquida que reducía los límites de su existencia. La transparencia revelaba la dualidad de su realidad: por un lado, la aparente calma superficial, presentada ante amigos y colegas —quienes tenían a bien cumplir con la tarea de celebrar su maternidad—, y por otro, las corrientes turbulentas que se agitaban en su interior. Porque este espacio claustrofóbico que amenaza constantemente con asfixiarla.
El ser de agua, atrapado en la piel de la madre, experimenta la maternidad como un desierto constante, uno en el que la protagonista se pierde en más de un sentido. A medida en que la relación con su hija, un vínculo que en el deber ser de la vida en pareja, y ante la sociedad, supone fuente de alegría y conexión, se había descompuesto mucho antes de ser.
A medida de que la madre se compenetra más y más con su hija, es palpable cómo su propia identidad se diluye, transformándose en una versión distorsionada de sí misma. Cada día, la pecera de la maternidad se volvía más estrecha, y las paredes de agua comenzaban a cerrarse sobre ella. La tarea de maternar, que en teoría debería ser liberadora, se convertía en un desafío abrumador, uno que su pareja entiende únicamente como una fuente de dicha y felicidad, que además envidia.
La relación entre la pareja, que antes fue de amor incondicional, se transforma en escenas de silencios incómodos y desencuentros emocionales. Es a través de la pequeña Layla, que el público se ve inmerso en constante cierto de llantos y desesperación, a modo de rompeolas emocional, donde comenzamos a entender hacia dónde lleva la tensión emocional que se va construyendo a lo largo del filme.
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Sumergidos en la misma pecera tumultuosa, Vicente y Inés también sufren las consecuencias de una conexión íntima debilitada ante la presión constante de las responsabilidades parentales. El diálogo entre ambos personajes, se vuelve así cada vez más doloroso y difícil de comprender. Mientras su relación se desvanecía en las sombras, marcado por los ecos ominosos del nacimiento de su hija Layla, las imágenes del “matrimonio de peces” danzan en la pantalla como hilos de una red invisible entre las cuatro criaturas, capturando que una es el fiel reflejo de la otra, sin llegar a especificar cuál es cual.
Maternar es Soledad
En sus momentos más oscuros, el ser de agua, es decir Inés, explora las profundidades de su propio trauma, una herida invisible que la maternidad había destapado. La relación madre-hija, pero esta vez en la que ella ocupa el segundo lugar, ha sido la cuna de un miedo paralizante. Rota no sólo era la realidad con Vicente —a quien da vida José María Yazpik—, sino también en los absurdos y contradicciones de la existencia humana, como un eco de un pasado marcado su propio rol como hija y la desconexión emocional con su madre, Inés intenta de manera temprana, —aunque sin demasiado éxito, reconciliar su propia herida con la tarea de no afectar la relación con su hija.
Pero cuando su personaje se rehúsa, tal vez absurdamente, a delegar el arduo cuidado de la bebé a un tercero fuera del ámbito de pareja. Se podría decir que el evitar esto a toda costa terminará siendo el catalizador de su tortuosa travesía. Pero este hecho también funciona para que el espectador comience a cuestionar las acciones de la madre.
En el corazón de la trama, las imágenes de agua y vibraciones mentales del personaje, emanando entrelazados de la desesperación y la angustia constantes, materializadas en la forma de extractor de leche, llanto y agua desbordante, crean un peligroso estado de molestia. Pero este puede llegar a ser una navaja de doble filo para el espectador, aunque si el objetivo es volver a la incomodidad el centro de la historia, es una labor cumplida.
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La cinematografía sabe envolver a ambos personajes alrededor de un tercero, tan presente hasta en su ausencia inicial, y desde la cercanía y la lejanía contrastada en ambos padres. Tejiendo un encantamiento sutil en la maternidad, pronto este se ve convertido en un acto de alucinación y hasta expiación, donde el amor de madre se transforma en trágica soledad.
La cámara, en todo momento fijada a la relación íntima de madre e hija, se convierte en un puente entre el mundo exterior, habitado por Vicente y el lento desmoronamiento de Inés. Dentro de este entramado de imágenes, la alternancia se manifestaba como una metamorfosis, de una pareja, a todas luces privilegiada, que reside en el extranjero, pero con una comunidad a su alrededor, que justamente sabe brillar por existir fuera de la barrera protectora de la maternidad.
Una pecera frágil
Estas decisiones tácticas, generan un cambio en las dinámicas del amor en todas las direcciones de la nueva familia, registrado no solo en la pantalla, sino también en la interpretación de los actores que trabajan en los espacios reducidos y los silencios impuestos por su directora. No obstante, estos recursos, al igual que los elementos visuales que cortan cada uno de los apartados de la historia, carecen de la sutileza para hacer efectivo el simbolismo en todo su potencial, dejando ideas en el aire como si se tratara de arcilla aun por moldear.
Mientras la decadencia de la relación en pareja se convierte en el precio a pagar por el trauma, la lente se erige como un testigo silencioso de la transformación en ser que habita más allá de sí mismo por medio de una nueva vida y ahora enfrentada a una crónica de desencuentros y reconciliaciones, con quien había creído su compañero de vida, y ahora desfallecido en su misma pecera. Sin embargo, queda claro que esa podría haberse desarrollado con menor parsimonia para así fortalecer el impacto emocional y la conexión con la experiencia humana ante la audiencia.
En última instancia, la película no sólo entrega la crónica de la muerte de un matrimonio, sino también un vistazo a un juego de roles tristemente pasado por alto por los relatos de la maternidad moderna. Sin embargo, la historia podría haberse beneficiado de una exploración más profunda del trauma y las motivaciones de sus personajes, más allá de un metraje plagado de simbología visual que no llega a complementar del todo a las acciones de los personajes. Aunque se aborda una temática compleja que por momentos puede llevar a ambos protagonistas al banquillo de los acusados, la superficialidad de las experiencias y sentimientos de la pareja parece deficiente, especialmente en los momentos críticos del tercer acto.
El encomiable ejercicio de reescritura de un texto literario, también hace evidente su discurso al cambiar drásticamente un final, quizá virando la mirada hacia los mismos peces rojos, Vicente e Inés, en lugar de la resolución de un trauma. Pero esta película también es un síntoma importante, que demuestra que las cuestiones de las labores de cuidado y el maternar —tan exploradas en tiempos de confinamiento—ha dado finalmente el salto desde los ciclos académicos a la pantalla grande. Más allá de celebrar la existencia de este tipo de cinta, habría también que esperar a que esta apertura siga llegando de la mano de obras literarias de tan alta calidad.
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