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RESEÑA: Game of Thrones | Episodio 5, temporada 8 (T8/E5) | Curso básico de cómo no narrar en una épica fantástica

Este capítulo se ha consolidado como la joya de la corona. Es la prueba fehaciente de que los guionistas dejaron de narrar una épica fantástica para exponer una cadena de ideas inconexas que encaminan a un final de una serie que, en definitiva, no es Game of Thrones

La impresionante devastación del capítulo 5 de la última temporada de Game of Thrones - 59%, preámbulo al final de una serie que dio momentos más que luminosos para la televisión y la épica de corte fantástico, ha dejado clara una cosa: el próximo fin de semana aún tiene esperanzas de ser rescatado por toneladas de emoción. Me refiero, por supuesto, al futbol.

Los guionistas de este capítulo parecen conocer bien los intríngulis propios de una telenovela, secuencias de acción estilo Michael Bay y, claro está, algunos artilugios derivados de la mitología de Game Of Thrones, pero con la lógica de un fanático poco documentado en literatura y cine, con todas las carencias narrativas que posee un recién iniciado en la ficción. Aquí algunas de las razones por las que este capítulo, aunque cuenta con momentos de expresión fílmica célebres –los cuadros de la catástrofe son particularmente ilustres, así como el cierre de arco dramático de El Perro (Rory McCann) –, se planta como el momento de mayor decadencia de la serie (menos mal que ahora, al borde del final, y no antes).

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Devoción por el desastre (narrativo)

George R.R. Martin es un escritor con mucha imaginación, desbordante incluso, digno heredero de la escuela de J.R.R. Tolkien en la creación de un mundo –mitología, Historia y geografía– para disponer a personajes que redibujen los mapas, aunque dedica más esfuerzos de escritura a redactar sus ideas de historias que a narrarlas —el efecto Cortázar o Rawling, tal vez. Ahí descansaba el superpoder de la serie de televisión: en su síntesis, relataba mejor que el autor de la historia original, e incluso elegía mejor cómo equilibrar un mundo sin magia con destellos de fábula fantástica, atascando de lo primero para sorprender con lo segundo. Sin embargo, parece ser que los guionistas, sin las buenas ideas de Martin y la brújula inicial de sus aciertos y pifias, son poco menos que escritores de blockbusters con explosiones sin fin y confabulaciones baratas.

Lo primero que sucede, es que los personajes no siguen ni rompen las reglas de sus perfilamientos a lo largo de todos estos años y capítulos, simplemente los ignoran, así, nada más, como si hubiesen permitido escribir sus acciones a la fanaticada. Por supuesto, dado que la psicología, hábitos, costumbres y modos de interacción desaparecen por completo, lo de menos es que haya justificación en el modo en que reaccionan a la situación.

Los guionistas presentan a nuevos personajes que se sacan de la manga, cada uno haciendo cualquier cosa y cruzándose con otros hasta agotar las maniobras inconsistentes hasta articular un aturdimiento absoluto. Unos se matan a espadazos porque se topan en una costa. Otros lloriquean muertes y adioses y se vuelven parte de una serie onda Melrose Place. Otros se miran como mensos mientras invaden una ciudad. Uno, disciplinado y categórico anteriormente en la batalla, anda sin casco porque pues #YOLO. La Daenerys (Emilia Clarke) de este capítulo es absolutamente inconsistente con el personaje que se esforzaron siete temporadas por construir. Jon Snow (Kit Harington) es poco menos que un cero a la izquierda, figura como todo menos como héroe de guerra, se vuelve un seguidor irracional.

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Los diálogos menguan en su capacidad fulminante. La guerra es una masacre estúpida que se sacó de la manga la que antaño fuese la más devota a transformarse en un símbolo de corona encarnada. La heroína que dos capítulos anteriores resolvió todo el desgarriate del Rey de la Noche y que lucía como una Lady Venganza norteña, ahora es poco menos que una mocosa estorbosa. Y así sucesivamente.

La trama, en consecuencia, al contar con personas que se comportan completamente diferente a los personajes –aunque visten sus pieles–, se vuelve desorganizada y con pocos elementos que den pauta para pasar de un punto al otro. El arco narrativo de Jaime (Nikolaj Coster-Waldau) y Cersei (Lena Headey), por ejemplo, carece de consistencia y se ofrece gratuito.

Muerte por Arya (Maisie Williams ) o Jaime, era lo más natural para una mujer como Cersei. No importa: el personaje no tiene porque verse limitado por una conclusión evidente. ¿Qué más podría ofertarse? El suicidio formaba parte del repertorio. O una imagen gloriosa como la de Lord Shen cuando acepta su derrota en Kung Fu Panda 2 - 81%, hubiera resultado más ad hoc con un personaje a la altura de esta reina, que por lo visto de un capítulo al otro se volvió estúpida, enclenque y sin un ápice de garbo para defender a su hijo nonato, su ciudad o su honor.

La imbricación de líneas argumentales (Arya/El Perro, Jaime/Cersei, Jon Snow/el ejército invasor, Daenerys/Drogon, Tyrion/Lord Varys) se tornó ajena a la novelística intrínseca; aparece liosa, forzada, injustificada, cursi y con pasos de una a otra parte del frente de batalla mal organizada en los tiempos, pues de pronto parece que el capítulo está dedicado a quien menos se lo esperan los fans. Por eso los cierres, excepto el de El Perro –su final era previsible y justificado, como todo hombre signado por la Estrella–, están apelmazados, faltos de sincronía. Hay fragmentos largos donde introducen historias menores que en lugar de dimensionar la destrucción, la exageran a grados burdos y distraen del eje de la historia. En resumen: no tiene ritmo.

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La muerte de Lord Varys (Conleth Hill) es bella, congruente, pero sin suficiente peso dentro de la trama, narrada con una lentitud letárgica, no angustiosa o triste, pese a lo que representa. Tyrion (Peter Dinklage) es un paleto que por lo visto no razona, no sabe hablar con elocuencia, tiene miedo de cualquier cosa y tiene poca memoria. Es incapaz de dedicar palabras o gestos afectuosos a su amigo, para cerrar con broche de mano puñetera. (Vamos, que hasta Bronn (Jerome Flynn) se despidió de él dignamente cuando se niega a ser su campeón en el Juicio por Combate cuando lo acusan del asesinato de Joffrey (Jack Gleeson). Qué enano tan cabrón… y extraño para la serie. ¿Dónde dejaron al que era La Mano del Rey?).

La carencia de diálogos no se ve compensada por actuaciones poderosas o imágenes que expresen la angustia debida. Cuando Jon Snow, Gusano Gris (Jacob Anderson) y compañía se plantan frente al ejército de Desembarco del Rey, la rendición se vuelve aburrida y digna de memes. Y así casi todo el entramado. Ustedes dirán si no es el caso.

Adiós estrategia de conquistador, adiós dragones mágicos

El peso de la fantasía en medio de los nudos políticos, afectaciones socio-económicas y psicológicas de dichos fenómenos, otrora fuga y elevación de un mundo banalizado por la belicosidad y los juegos gubernamentales, se pierde por completo al transformar al dragón en un mero resabio de arma nuclear, con menos tesón dramático que el fuego valyrio con el que Tyrion defendió antes a Desembarco del Rey. Anteriormente los dragones, durante las batallas, eran decisivos por invencibles, únicos por inéditos, una sorpresa frente a un mundo que había olvidado a sus dioses y la mística que contienen las creaturas milagrosas.

El hecho de que los escorpiones construidos por Cersei sean desmantelados sin estrategia y con sólo fuerza bruta, habla de que la muerte del anterior dragoncito, Rhaegal, se ofrece gratuita en la serie. Podrían haberlo dejado fuera de combate, sin que su fallecimiento agregara al quiebre emocional de Daenerys. Al final, esas armas sirvieron para lo mismo que Qyburn (Anton Lesser) y Arya en este capítulo. “Sí, claro, que el dragón grandote reviente todos los escorpiones a punta de flamazos”, se dijeron a sí mismos los guionistas en un ataque de espontaneidad y agudeza, mezcal o cerveza de por medio, no así el oficio de narrador.

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El problema esencial de esta “solución” –facilismo es el término correcto–, es que una ocurrencia no califica como idea sólo por ser llevada a sus últimas consecuencias, menos cuando el elemento fantástico caduca y cede al llano bombardeo estilo Segunda Guerra Mundial. Al evitarle a Daenerys y al dragón el peligro; al pormenorizar al adversario –algo que no sucedió con el Rey de la Noche–; el capítulo dilapida la trascendencia de esta bestia formidable: su vulnerabilidad es parte de la intrepidez que embarga al lance. Su magia, que lo hacía distinguirse del resto del universo en el que se agita, descansaba también en la fragilidad de su jinete, que bien podría haberse rasguñado un poquito para nivelar la batalla.

Lo que antaño eran movimientos calculados, bien organizados de Daenerys, orientados a frenar desde las entrañas de la situación social, con los dragones como símbolo y último recurso de ataque, aquí luce como una pandilla de soluciones fáciles que bien podríamos esperar de una película de Transformers. ¿Dónde quedaron las infiltraciones –Ser Davos (Liam Cunningham), contrabandista profesional, podría haber ayudado un poco más que sólo metiendo a Jaime–, la estrategia militar, el método de incitar a la disidencia para crear caos al interior mientras atacan los ejércitos desde el exterior? Con tantos pasadizos que Tyrion, Davos, El Perro conocían, ¿no podían encontrar la manera de que Inmaculados y agregados culturales se apoderaran de las almenas e impidieran a los escorpiones?

A sabiendas de la existencia del fuego valyrio por parte de Cersei y con el conocimiento de métodos de asedio provenientes de las regiones esclavistas –hola catapultas y fundíbulos del sentido común, ¿dónde estaban?– que ya había empleado la Madre de Dragones, ¿no podrían haber encontrado la manera de hacer esta batalla un poco más equilibrada y orientada al miedo que tanto quería imponer para que el dragón fuera el acento mortífero, el recurso heroico de la reina montada en su torso? Ah, pues no: apenas vemos en tres ocasiones a Daenerys sobre el dragón, como si fuera un jockey, y ni una vez la escuchamos soltar su temerario: ¡“Dracarys!”

En otro tenor: el dragón luce amenazante en la lejanía, pero no impone como en el episodio 4 de la temporada 7 —donde ya sabíamos que el escorpión podía herir a Drogon, aunque no de manera fatal. El sortilegio, la devoción por contar con elementos que hagan de la historia algo distinto a un drama o tragedia política, se extravían por completo al enfocarse sólo en dar un montón de efectos especiales para volver villano a un ser cuya inocencia exterminadora sólo forma parte de su magia.

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De las profecías apenas sí se acuerdan los guionistas, al colocar una de las visiones de Brandon Stark (Isaac Hempstead Wright) –la sombra de Drogon sobre Desembarco del Rey– sólo por no dejar pasar el detalle. El Señor de la Luz desaparece por completo. El Dios de los Muchos Rostros lleva toda la temporada fuera de circulación. Las hechiceras de la Luz, los brujos de Qarth que tienen cuentas pendientes con Daenerys, llevan extintos de la trama las últimas dos temporadas. No hay heroísmo, no hay magia, no hay táctica ni estratagema.

La locura y la estupidez

Estos escritores tampoco comprenden el perfil de un tirano. Las características mesiánicas, ideológicas y emocionalmente regidas por principios inamovibles de justicia que distinguen a Daenerys Targaryen, son congruentes y responden, hasta la temporada 7, a un dibujo que la historia nos ha exhibido con lujo de aptitudes y actitudes soberanas, propias de un rey cuyo legado está escrito en la memoria de la humanidad.

George R.R. Martin y las primeras siete temporadas desplegaron a un personaje que sabe cómo equilibrar la pérdida con su necesidad de un mundo mejor, transformando al sufrimiento en leña que mantenga encendido el fuego de su causa. Es racional, justa y, ante la inminencia de extraviar el rumbo debido a sus ideales, se somete al buen juicio de gente con una perspectiva más amplia —no precisamente con idiosincrasia de conquistador. Joven e impetuosa, idealista y resiliente como quien se sabe responsable de algo más grande que ella misma, la conocemos como una visionaria que, en su tiranía, es capaz de entender que el éxito de sus empresas descansa en su aprendizaje y las alianzas que forja poco a poco con los que la rodean y la siguen. Sabe cómo ganarse el corazón de quienes la temen, la odian o la rechazan. Si no, atiende a los juicios de quienes comprenden mejor el panorama.

¿Qué pasó con los discurso amenazantes que dibujaron a un personaje autocrático, pero admirable (¿acaso no son así los tiranos en su inicio?), como la heredera del Trono de Hierro? Ahora, parece una persona que se ha vuelto idiota, no loca. Nuevamente, los guionistas ejercen soluciones fáciles: volverla villana obligándola a que realice actos que no tienen nada que ver con ella; orientándola a la irracionalidad o la paranoia porque claro, así son los locos (¿?) y como su papá estaba loco (¡¿?!), pues ella también (¡¡¡¡¡!!!!!).

Nada, absolutamente nada, indicaba que ella era un Nerón, sino, en todo caso, un Cayo Julio César. Si pensaban matarla, podrían haberle dado esa dimensión histórica, no volverla una villana de serie o película promedio gringa, con todos los clichés que han decidido investirla en los últimos tres capítulos. Una falta de respeto para una historia que merecía algo mucho mejor que los bandazos mediocres con los que está concluyendo. ¿Quieren disfrutar HBO Go? Vean Rome, Veep - 92%, Los Soprano. Cualquier cosa. Esta serie perdió el Norte —igual que los Siete Reinos hace ya dos temporadas.

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